martes, 17 de mayo de 2011

Conversión del imperio al cristianismo


1.Introducción
La libertad le llegó al Cristianismo y a la Iglesia cuando apenas se habían extinguido los ecos de la última gran persecución. Fue justamente Galerio, principal instigador de aquella embestida persecutoria, el primero en sacar consecuencias prácticas de su rotundo fracaso. Llegado como sucesor de Diocleciano a la suprema dignidad imperial, el augusto Galerio, próximo a la muerte, promulgó en Sárdica un edicto que marcaba nuevas pautas a la política romana frente al Cristianismo. El edicto otorgaba a los cristianos un estatuto de tolerancia: «existan de nuevo los cristianos —decía— y celebren sus asambleas y cultos, con tal de que no hagan nada contra el orden público».
2.El edicto de Constantino
El tránsito de la tolerancia a la libertad religiosa se produjo con suma rapidez, y su autor principal fue el emperador Constantino. A principios del año 313, los emperadores Constantino y Licinio otorgaron el llamado «Edicto de Milán», que, más que una norma legal concreta, parece haber sido una nueva directriz política fundada en el pleno respeto a las opciones religiosas de todos los súbditos del Imperio, incluidos los cristianos. La legislación discriminatoria en contra de éstos quedaba abolida, y la Iglesia, reconocida por el poder civil, recuperaba los lugares de culto y propiedades de que hubiera sido despojada. El emperador Constantino se convertía así en el instaurador de la libertad religiosa en el mundo antiguo.
Su conversión defnitiva ,es decir, la recepción del bautismo, la demorase muchos años, hasta vísperas de su muerte (337). A lo largo de ese tiempo, la orientación procristiana de Constantino se hizo cada vez más patente. Fueron desautorizadas las prácticas paganas cruentas o inmorales y se prohibió a los magistrados participar en los tradicionales sacrificios de culto.
El emperador, por otra parte, favorecía a la Iglesia de muy diversos modos: construcción de templos, concesión de privilegios al clero, ayuda para el restablecimiento de la unidad de la fe, perturbada en África por el cisma donatista y en Oriente por las doctrinas de Arrio. Los principios morales del Evangelio inspiraron de modo progresivo la legislación civil, dando así origen al llamado Derecho romano-cristiano.
3.La reorganización de la iglesia
 
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Obtenida la libertad, la Iglesia tuvo necesidad de organizar sus estructuras territoriales, con vista a la acción pastoral en un mundo que se cristianizaba con rapidez. La Iglesia tomó las estructuras administrativas del Imperio como norma de su propia organización. La circunscripción civil más clásica, la provincia,  sirvió de modelo a la provincia eclesiástica. El Imperio llegó a contar en el siglo V con más de 120 provincias. Sobre este cuadro territorial fue implantándose gradualmente la división provincial de la Iglesia.
El obispo de la capital de la provincia civil fue adquiriendo cierta preponderancia sobre sus colegas comprovinciales. En el orden judicial, el metropolitano era la instancia superior de los demás tribunales diocesanos y le correspondía la consagración de los nuevos obispos de su provincia. Él debía, además, presidir el concilio provincial, asamblea de los obispos de esa demarcación, que, según la disciplina nunca bien observada del Concilio I de Nicea, debía reunirse dos veces al año.
4.La cristianización de los imperios

La división del Imperio en Oriente y Occidente,  consumada a finales del siglo IV y que terminaría pon provocar la cristalización de dos Imperios, tuvo honda repercusión en la vida de la Iglesia. La «parte» occidental, que coincidía aproximadamente con las regiones de lengua y cultura latinas, tenía como única sede apostólica la de Roma, y por ello el Pontífice romano fue también Patriarca de Occidente. En la «parte» oriental, de cultura griega, siria y copta, sobresalieron varias grandes sedes de fundación apostólica —Alejandría, Antioquía y Jerusalén—, que fueron cabezas de los Patriarcados, amplísimas circunscripciones eclesiásticas.
El Concilio I de Constantinopla elevó la sede de esta ciudad al rango patriarcal y atribuyó a sus obispos la primacía de honor dentro de la Iglesia después del obispo de Roma. Sobre este fundamento de índole no eclesiástica, sino política, la capitalidad imperial, se instituyó un nuevo Patriarcado ,el de Constantinopla, destinado a alcanzar una indiscutible preeminencia entre todos los Patriarcados orientales, a partir, sobre todo, del Concilio de Calcedonia.


La libertad de la Iglesia y la conversión del mundo antiguo trajo consigo, finalmente, la entrada en escena de un nuevo factor de notable importancia para los tiempos futuros: el emperador cristiano. Este personaje, un simple laico en el orden de la jerarquía,  tenía conciencia, sin embargo, de que le correspondía una misión de defensor de la Iglesia y promotor del orden cristiano en la sociedad: era la función que se atribuía ya Constantino cuando tomaba para sí el significativo título de obispo exterior. Los emperadores cristianos prestaron indudables servicios a la Iglesia, pero sus injerencias en la vida eclesiástica produjeron también numerosos abusos. Estos abusos fueron particularmente graves en las iglesias de Oriente. En Occidente, la autoridad del papado, la debilidad de los emperadores occidentales o la lejanía geográfica de los orientales contribuyeron a la salvaguardia de la independencia eclesiástica. Las relaciones entre poder espiritual y temporal, su armónica conjunción y la misión del emperador cristiano fueron tratados por diversos Padres de la iglesia y en especial por el papa Gelasio, en una carta al emperador Anastasio.
Pero el papel del emperador cristiano como protector de la Iglesia se juzgaba tan indispensable en los siglos de tránsito de la Antigüedad al Medievo que, cuando los emperadores bizantinos dejaron de cumplir esa misión cerca del Pontificado romano, los papas buscaron en el rey de los francos el auxilio del poder secular que ya no podían esperar del emperador oriental.

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